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Vivimos en un mundo lleno de contradicciones, de gigantescos absurdos y paradojas; todo ello creado por el hombre y amenazando la existencia de la humanidad. Desde la aparición del primer informe del Club de Roma, «Los límites del crecimiento», en 1972, aumentó el conocimiento y la conciencia de la creciente y objetiva tendencia a globalizar y universalizar las distintas crisis y amenazas, cuyo número es cada vez mayor.
El verdadero «estallido de la globalización» —como lo definió Józef Pajestka — ocurrió después de la proclamación formal del fin de la guerra fría en la Carta de París para Europa en 1990. La globalización, con sus posibilidades y negativas consecuencias, determina hoy las condiciones y las orientaciones del desarrollo del presente y del futuro del mundo.
La problemática de la globalización ha sido ampliamente tratada en publicaciones científicas y de divulgación. En su mayoría, éstas tocan solamente temas muy concretos, particularmente aspectos económicos y financieros de la globalización. Pocas son las obras filosóficas o éticas que presenten una visión integral y total de las causas y de las consecuencias de la globalización, o que propongan normas nuevas o imperativos morales que posibiliten paliar sus efectos negativos. Se distingue entre ellas la obra de un destacado filósofo y estudioso de las religiones, Hans Jonas, muerto en 1993, titulada «El principio de responsabilidad». Según él, la nueva manera de entender la responsabilidad debería constituir el imperativo ético incondicional.
La obra de Jonas no ha influido demasiado —al menos hasta ahora— ni en el desarrollo del pensamiento ético ni en los modos de tomar decisiones por los poderosos de este mundo, es decir, por los «establishments» políticos, económicos y financieros de los países más industrializados, y otros, a los que iba realmente dirigida.
Antes de comentar los principios de responsabilidad, tal como los entendía Jonas, quisiera señalar tan solo algunos aspectos de la actual lógica relativa a la situación del mundo y de la condición del hombre. Mencionaré solamente algunas contradicciones, absurdos y paradojas de nuestros tiempos. Todos estos fenómenos muestran la urgente necesidad de aplicar el principio de responsabilidad —tal como la entendía Jonas— tanto para conformar el presente como para asegurar la futura existencia del género humano.
Empezaré por lo que, hace quince años, llamé paradoja más peligrosa de nuestros tiempos . Es la contradicción —que nos lleva a la catástrofe— entre la tendencia objetiva a la globalización y a la universalización de un número cada vez mayor de problemas, crisis y amenazas por un lado, y la postura subjetiva, particular, fragmentaria y egoísta de los gobiernos y de la sociedad para solucionarlos y eliminarlos por otro lado.
Los problemas y las crisis comunes a toda la humanidad deberían resolverse de común acuerdo entre los gobiernos y las organizaciones mundiales internacionales por medios pacíficos, por medio de la colaboración y el diálogo, y no por la confrontación, la carrera de armamentos y las guerras. Esto exige, entre otras cosas, la creación de un sistema de seguridad común, igual para todos; exige la libertad individual y la justicia social.
Creo que el reto básico del siglo XXI será la creación de ese sistema mundial de seguridad colectiva. La globalización ha cambiado básicamente la manera tradicional de comprender este concepto. Este no puede ser entendido como, ante todo, seguridad militar. Sus aspectos políticos, económico-sociales, humanitarios, ecológicos y culturales resultan hoy mucho más importantes. La seguridad no constituye hoy un problema exclusivamente nacional o regional de unos cuantos países o de unas cuantas alianzas. Se ha convertido en un problema global y para afianzar esa seguridad, necesitamos eliminar de muchas regiones del mundo la miseria, el hambre, las epidemias, el analfabetismo y el desempleo. Exige también el cese de la destrucción de la biosfera y del ecosistema y la satisfacción de las necesidades básicas de los hombres. Existe un acuerdo bastante universalizado acerca de tal manera de entender la seguridad hoy en día. Se sabe también, y se tiene conciencia de ello, que ninguno de los principales problemas de seguridad nacional o internacional puede ser resuelto por vía militar.
A pesar de esta certeza, sigue patente la absurda carrera de armamentos en distintas regiones del mundo. Mencionemos como ejemplo el Oriente Próximo, India y Pakistán, o la carrera armamentista de la OTAN consigo misma. El gasto global anual en este apartado llega a la difícilmente imaginable cifra de 800 billones de dólares U.S.A., es decir, más de 2 millones de USD por minuto. Cerca de 100 millones de personas están de alguna manera relacionadas con la realización de los fines militares. Los EE.UU. y algunos países de la OTAN, después del presunto final de la guerra fría, han variado en la carrera de armamentos la cantidad por la calidad. Gastan más de 50 billones de USD por año en investigaciones cuyo fin es la modernización y el perfeccionamiento de sus destructivos arsenales, en búsqueda de armas exóticas y definitivas. Trabajan en esta tarea más de 500 mil científicos e ingenieros.
Aunque nadie los amenace militarmente, los 16 países de la OTAN gastaron en armamento, sólo en 1998, 470 billones de USD, es decir, 230 billones USD más que los restantes 180 países del mundo junto con Rusia y China. Los EE.UU. siguen animando a sus aliados y a otros países amigos a que aumenten sus presupuestos militares. Esto nos lleva a preguntarnos ¿cuál es el objetivo de esta carrera de armamentos de la OTAN consigo misma?
Esa desproporción —que dura ya decenios y sigue creciendo— entre las cifras astronómicas en gastos de seguridad militar y las insignificantes sumas destinadas a seguridad socio-económica y de paz, de protección del medioambiente, de salud y de educación, al desarrollo económico de los llamados países periféricos es el absurdo más grande y peligroso de nuestros tiempos. La inversión de las prioridades de estos gastos, —o al menos la radical reducción de esta desproporción— la eliminación del talante militarista de la praxis y del pensamiento políticos, es uno de los retos más urgentes —y no solo políticos o socio-económicos, sino también morales— del siglo XXI.
Las conquistas de la ciencia y de la tecnología hacen posible asegurar, en un futuro no muy lejano, una vida en paz y en seguridad, en dignidad y en un relativo bienestar a la mayor parte de la humanidad. Sin embargo, estos logros se emplean, en su mayor parte, para una rápida y despiadada maximalización de las ganancias de los monopolios y las corporaciones transnacionales, para aumentar su competitividad y su efectividad y para ensanchar su campo de acción. Todo esto se realiza a costa del aumento de la miseria, del hambre, de las enfermedades, del analfabetismo, del desempleo, a costa de la destrucción del entorno natural, de las crisis económicas y financieras a nivel mundial y, ante todo, en los llamados países en vías de desarrollo. Nunca hasta ahora, hubo en el mundo tanta gente viviendo —o, más bien, vegetando— en tales condiciones. Actualmente —como lo dijo en alguna ocasión Denis de Rougemont— el imperativo categórico del beneficio ha sustituido al imperativo categórico de Kant.
Debemos recordar que en nuestro planeta un billón de personas viven en miseria y padecen hambre, más de medio billón no tienen acceso al agua potable, decenas de millares de niños menores de cinco años mueren cada día por falta de medicamentos básicos. El número de desempleados y de analfabetos llega a centenares de millones. El alto crecimiento demográfico de la población en los países de Asia y de África multiplica y agrava estas plagas. A guisa de ejemplo recordemos que en los países africanos subsaharianos, durante los últimos diez años, perecieron 30 millones de personas a causa de las guerras, de las enfermedades y del hambre.
La destrucción de la biosfera y del ecosistema en el que se mueve el hombre causa la rápida erosión del suelo cultivable (desde 3.5 billones de hectáreas en el pasado no muy lejano hasta 1,5 billones de hectáreas actualmente), gigantescos incendios cuyas consecuencias son muy peligrosas, la reducción de la superficie de los bosques, la desaparición de miles de especies de fauna y flora, cambios climáticos, inundaciones, sequías, huracanes de fuerza inusitada hasta ahora. De los 50 millones de refugiados a escala mundial, la mitad son los llamados refugiados ecológicos.
Una de las consecuencias de la progresiva globalización y del culto del neoliberalismo en la política económica y financiera en los países más ricos del mundo es la cada vez más drástica polarización entre el rico norte y el pobre hemisferio sur, así como entre los ricos y los pobres en todos los países del mundo.
El informe más reciente de la O.N.U. sobre el Desarrollo social en 1999 (UNDP) afirma que los ingresos de las 200 personas más ricas del mundo son superiores a los ingresos conjuntos del 40 % de la población más pobre (es decir, más de 2 billones de personas). A 20 % de la población mundial que vive en los países más desarrollados, le corresponde 86 % del producto mundial bruto, y a 20% de los más pobres, tan solo 1%. De una manera similar se distribuyen sus ingresos. La marginalización de los pueblos y gentes pobres resulta cada vez mayor.
Anotemos todavía otras consecuencias negativas de la globalización, como son el aumento del crimen organizado internacional, el comercio de narcóticos y la trata, la propagación de armas de destrucción masiva y de lo que Marvin Kalb ha llamado «prostitución de la información» , cuyos ejemplos notorios hemos recibido en los relatos de la «guerra humanitaria» de los EE.UU. y la OTAN contra Yugoslavia.
Vivimos en un mundo paradójico. Desde hace decenios nos damos cuenta de los peligros globales reales. A diario leemos acerca de ellos, escuchamos y vemos en televisión algunas de sus manifestaciones. Escriben acerca de ellos, nos advierten de sus peligros y proponen medidas preventivas tanto las distintas iglesias como las organizaciones internacionales gubernamentales y no gubernamentales, sociólogos, filósofos, economistas, publicistas. Pero los resultados de sus llamadas son exiguos, porque las advertencias suenan a cotidianas y triviales.
Los líderes y los políticos de los países más fuertes militar y económicamente pronuncian declaraciones que suenan a nobles y emprenden acciones contrarias a sus proclamas. Se organizan grandiosas y costosas conferencias internacionales a más alto nivel, con frecuencia bajo el manto de la ONU, para tratar de las amenazas ecológicas, demográficas y epidemiológicas, del desarrollo mundial etc., etc. Se adoptan en ellas solemnes compromisos de eliminación de las fuentes y las causas de los peligros existentes. Pero los esfuerzos y los medios dedicados a tales fines por la comunidad internacional son inconmensurablemente bajos y absolutamente insuficientes frente a las necesidades reales.
El desfase entre las nobles declaraciones de los líderes y los políticos de muchos países, de los presidentes ejecutivos de grandes corporaciones internacionales, de los magnates de los medios de comunicación de masas por un lado, y las acciones concretas en el campo político, socioeconómico o informativo por otro, es uno de los síntomas de la enfermedad que consume nuestro «pueblo global».
John Pilger, destacado publicista y cineasta, consagró muchos años a minuciosas investigaciones llevadas a cabo en diferentes regiones del mundo, para descubrir los verdaderos motivos que estaban detrás de las actuaciones de los gobiernos de los EE.UU. y de Gran Bretaña, de consejos de administración de algunas grandes corporaciones, de propietarios de los principales empresas transnacionales de comunicación de masas, escondidos todos ellos tras las solemnes declaraciones sobre los derechos humanos, la libertad y la democracia, el libre mercado, las «intervenciones humanitarias», etc. Los resultados de sus experiencias y sus pesquisas los presentó en el libro titulado «Las agendas escondidas» .
Los hechos y los documentos citados por él, las descripciones de los acontecimientos, los relatos de numerosas conversaciones con representantes del mundo de la política, de las finanzas, de los medios de comunicación, de los sindicatos, con víctimas de distintos conflictos, dejan al desnudo la hipocresía y el cinismo de los poderosos de este mundo quienes sin escrúpulos y con brutalidad tienden a asegurar sus intereses particulares, a acrecentar su poder, a ampliar su zona de influencias, al rápido y máximo aumento de sus beneficios suministrando informaciones falsas a la opinión pública, entre otros métodos por medio de una propaganda impertinente, refinada censura y manipulación de algunas informaciones seleccionadas. Vencer este gigantesco desfase entre las solemnes declaraciones de los establishments contemporáneos por un lado, y la praxis contraria a ellas, es uno de los retos básicos del siglo XXI.
Las amenazas globales mencionadas y los retos existentes en el umbral del siglo XXI muestran con contundencia y claridad que continuar con la política llevada hasta ahora en las esferas socio-económica, militar, ecológica, cultural e informativa, tanto a escala nacional, regional o global, nos ha de llevar, más tarde o más pronto, a la catástrofe global.
Hace veinte años, Hans Jonas analizó el estado tecnológico de la civilización de aquel momento, centrándose ante todo en las amenazas ecológicas. Llegó a la conclusión de que, dado el alcance del saber humano —inimaginable pocos años antes— y el poder empleado para, entre otras cosas, destruir la biosfera y el ecosistema con el fin de conseguir beneficios inmediatos, era indispensable elaborar unos nuevos principios éticos.
En una de las conversaciones con la gran señora de los medios de información, —a la que le unían lazos de amistad— Marion Dönhoff, decía: “En el pasado nos bastaba el Decálogo como guía de nuestro comportamiento. En la era del globalismo y ante el potencial destructor del que dispone el hombre, y visto el progreso tecnológico que hace posible la manipulación de los genes o, tal vez, la creación de un hombre nuevo, tenemos que crear una ética que nos haga conscientes de la enormidad de nuestra responsabilidad. [...] El valor complementario del grado de poder detentado, tiene que ser el grado de responsabilidad” .
Un análisis a fondo de la realidad social y natural del mundo contemporáneo lleva a Jonas a la conclusión de que el progreso tecnológico, enloquecedor y sin precedentes hasta ahora, trae consigo, junto a enormes posibilidades, grandes peligros como la deshumanización de la convivencia social, la pérdida de las propiedades y características consideradas durante milenios como esencia de lo humano, la desertización del planeta y la exterminación del género humano. Esta apreciación de hace veinte años sigue siendo actual. Desde entonces se ha hecho muy poco para mitigar los mencionados peligros y mucho para aumentarlos y acelerarlos.
Esta constatación es un estímulo para postular el reconocimiento de tales valores y de elaborar tales normas morales, impositivas y prohibitivas, que nos llevaran a tomar decisiones, a comportarnos y actuar de manera tal que aseguremos la protección y la conservación de la biosfera y del ecosistema del planeta y la existencia del género humano digna de su condición. La base de esta nueva ética debería ser el principio de responsabilidad. Jonas dedica su voluminoso tratado a formularlo, explicarlo y motivarlo.
En la formulación de Jonas, el principio de responsabilidad reza así: “Actúa de tal modo que las consecuencias de tus actos hagan posible la perduración de la vida verdaderamente humana en el planeta Tierra”, o, en versión negativa: “Actúa de tal manera que las consecuencias de tus actos no aniquilen la posibilidad futura de tal vida”. Destinatarios de este principio son no solamente individuos sino, ante todo, los establishments políticos, militares y económicos de distintos países y, sobre todo, de los más ricos y más poderosos. La responsabilidad debería ser una directriz fija en la política nacional e internacional. Su acatamiento podría prevenir el progreso conducente a la aniquilación de la Tierra y a la exterminación de la humanidad.
Según Jonas, todas las normas, impositivas y prohibitivas, de la ética clásica afectaban básicamente a individuos, a su entorno más cercano y a sus actos limitados en el espacio y en el tiempo a aquí y a ahora. Dicho de otro modo, el alcance de la responsabilidad de un individuo se cernía a las consecuencias de sus actos que afectaban a las personas más cercanas a él y al propio individuo. El ejemplo típico de tal categoría de ética es el Decálogo así como otras máximas conocidas popularmente, por ejemplo, “ama a tu prójimo (así, pues, no a tu tribu, a tu nación, a la humanidad – M.D.) como a ti mismo”, “trata a los demás como quisieras que los demás te trataran a ti”, “trata a cada persona como fin en sí mismo y no como medio para conseguir tus propios fines”, “sé bueno, honesto, justo y di siempre la verdad”, etc., etc.
Evidentemente, los imperativos de la ética tradicional, individual, siguen vigentes en la esfera de la convivencia social, cotidiana y directa. Pero esta esfera constituye hoy tan solo un pequeño segmento del gigantesco círculo de actuación colectiva humana, global en sus consecuencias.
En la ética tradicional, la naturaleza no era objeto de la responsabilidad humana. El trato con la naturaleza no se sometía a la valoración moral. Es verdad que, hasta hace poco, el nivel del desarrollo de la tecnología no le permitía al hombre acciones que perturbaran el equilibrio existente en la naturaleza. El hombre trataba a la naturaleza como algo fijo, dado una vez para siempre, de recursos inagotables que se renovaban continuamente. Desde los tiempos de Francis Bacon, —y en contra de su manera de entender la máxima “el saber es el poder”— la principal orientación de la civilización europea era el absoluto dominio de la naturaleza con el pretendido fin de mejorar el destino del hombre.
La tecnología actual permite acciones cuyo alcance y consecuencias son tan enormes en el aspecto espacio-temporal que los marcos de la ética tradicional son demasiado estrechos para ellas. Han cambiado no solo los paradigmas de la ciencia, sino también los de la actividad humana y, por consiguiente, los de la responsabilidad. Es necesario, pues, crear nuevos modelos éticos. Existe la necesidad urgente de provocar ese enorme esfuerzo del cambio de la ética individual por la universal. Y de modo particular, hay que asignar un nuevo significado y peso al principio de responsabilidad.
La biosfera del planeta Tierra y la futura evolución del género humano se han convertido en el nuevo objeto de la responsabilidad moral. En el pasado, la preocupación por el futuro lejano se dejaba al destino (fátum) y al orden natural de las cosas. No se consideraba como objeto de la responsabilidad humana. Actualmente se ha producido un cambio radical: el hombre es responsable de la existencia de la humanidad, tanto en la perspectiva temporal como en el espacio global.
La nueva ética ha de ser ética de la responsabilidad moral e histórica por los destinos de la humanidad y del planeta. La responsabilidad así entendida ha de ser el elemento inseparable e integral y la función del saber y del poder humanos. Con la expansión de la esfera de gobierno y de poder cambia no solo la magnitud, sino también la esencia cualitativa de la responsabilidad.
Hans Jonas intenta razonar con amplitud —filosóficamente o metafísicamente— la necesidad de reconocer la existencia humana, vista desde la perspectiva del tiempo, junto con la protección de la biosfera como el bien supremo. Uno puede estar o no de acuerdo con su argumentación, que no pienso citar aquí. Sin embargo, independientemente de las premisas o los axiomas que adoptemos, no hay modo racional de no estar de acuerdo con el fin de la responsabilidad humana indicado por Jonas; la responsabilidad de los hombres que están en el poder por las actuaciones que nos conciernen a todos, por las consecuencias de sus actos, esperadas y no esperadas, queridas y no queridas, posibles e imposibles de prever. No se puede eludir esta responsabilidad. No se la puede cargar a Dios, al destino, a la naturaleza o a la historia.
Jonas se pronuncia a favor de la autonomía de la ética humana. Se da cuenta de las limitaciones de nuestro saber, de nuestra mente y de las posibilidades de predecir el futuro. Comparte la opinión de Karl Popper quien consideraba, entre otras cosas, que siendo que no se puede prever los futuros descubrimientos de la ciencia y sus aplicaciones prácticas, tampoco se puede prever el desarrollo de la historia.
Es imposible decir con antelación qué descubrimientos y qué inventos se van a producir en el futuro, por eso no podemos tenerlos en cuenta en nuestros pronósticos. “La incógnita x del cambio constante está presente en todos los pronósticos”, afirma Jonas. Sin embargo, los pronósticos han de tomarse en cuenta por los políticos, considerando las distintas posibilidades, el error humano y la imposibilidad de prever todas las consecuencias de nuestros actos.
Debido a esto, precisamente, no se debe tender obstinadamente a la realización de algún «bien supremo» o de fines utópicos, sino que deberíamos, ante todo, reconocer a tiempo los peligros y eliminarlos, y prevenir las catástrofes. “Se puede vivir —escribe Jonas— sin el bien supremo, pero no con el mayor de los males”. El mal y el peligro pueden ser reconocidos más fácilmente que el bien. La tarea del poder no consiste, pues, en intentar dominar a la gente y a la naturaleza, sino en una actuación responsable para la gente y para la naturaleza; y esto no solamente para sus necesidades actuales, sino también —o tal vez antes que nada— para su vida en simbiosis en el futuro.
Pero no se ven hoy en día hombres de estado o políticos dotados de visión de largo alcance. La preocupación principal de los políticos actuales son las próximas elecciones, el mantenerse en el poder o conquistarlo, y no los desvelos por frenar o contrarrestar el curso de la historia que nos lleva al exterminio.
Hace veinte años, Hans Jonas llamaba a abandonar la política del irracional neoliberalismo, con su cínico y despiadado imperativo del beneficio a toda costa y en todas las partes del mundo. La realización de esta política lleva a la devaluación y a la marginalización de los valores morales y culturales, al aumento de los sufrimientos y de la miseria, al crecimiento de la injusticia y la explotación, al desempleo y a la ignorancia, al fanatismo y a la intolerancia. Continuar con esta política nos conduce al agravamiento de los conflictos, al aumento del número y de la intensidad de toda clase de conflictos, al recurso cada vez más frecuente a la fuerza, a la catástrofe global.
Un síntoma de la irresponsabilidad de la política actual es la postura, bastante extendida, de falta de preocupación por el futuro de la humanidad, argumentando que ésta tampoco se preocupa por nosotros, que independientemente de nuestras actuaciones, la ciencia y la técnica encontrarán soluciones a todos los problemas, o bien, que el hombre se adaptará a todas las circunstancias.
Es necesario elaborar una base ética universal, aunque fuera mínima, con el fin de eliminar amenazas globales y poder hacer frente a los retos del siglo XXI. La nueva manera de entender y de aplicar el principio universal de la responsabilidad debería ser factor esencial en la creación de las condiciones propicias para la existencia humana duradera y digna; para una humanidad consciente de sus posibilidades y sus limitaciones, una humanidad que sabría vivir sin falsas ilusiones pero con la esperanza fundamentada en que, apoyándose en el conocimiento racional y la comprensión de la realidad, es capaz de labrar su futuro conscientemente y responsablemente.
Estamos ante una alternativa: o nos hacemos con el control sobre el potencial tecnológico creado por el hombre con el fin de mejorar su destino y preservar al género humano, o bien permanecemos fieles a los prejuicios, aplicamos anacrónicos métodos de organización de nuestra convivencia nacional e internacional y nos rendimos fatalmente a la acción deshumanizadora y destructora de las fuerzas creadas por nosotros mismos. ¿Qué elegirá la humanidad? Esto depende, en gran medida, de cómo la humanidad va a entender el principio de responsabilidad formulado por Jonas y si este principio va a regir nuestras vidas.
Copyright for spanish version: Ricardo Delibes